jueves, 17 de febrero de 2011

Juan Marsé retrata con amargura su adolescencia en Barcelona en su nueva novela Caligrafía de los sueños

- Una nova novel·la d'un dels millors escriptors espanyols actuals Juan Marsé (Barcelona, 1933) català que escriu en castellà, en la qual recull de nou l'ambient social de la Barcelona de postguerra. Dues interessants entrevistes, més una critica del llibre.

Juan Marsé retrata amb amargura la seva adolescència a Barcelona en la seva nova novel·la 'Caligrafía de los sueños'

ELENA HEVIA - EL PERIÓDICO - 6 de febrer del 2011

Juan Marsé torna al territori habitual de les seves novel·les en la seva última ficció, Caligrafía de los sueños (Lumen), que arribarà a les llibreries divendres que ve. El protagonista, Ringo, un noi d'uns 15 anys que deambula per les tavernes del barri de Gràcia en els tristos anys del franquisme, és un autoretrat de l'autor a aquella edat, filtrat per la ficció. Marsé trasllada a la novel·la la història de la seva adopció, així com la seva frustració per haver volgut estudiar piano i el seu treball juvenil en un taller de joieria, abans de convertir-se en escriptor.

Reticent a fer teories respecte a la seva obra literària, Juan Marsé explica a aquest diari: "Aquesta novel·la l'han escrit els meus dimonis personals, i, encara que és un retorn al meu territori i s'assembla molt a altres novel·les anteriors, en això, en els dimonis, es diferencia de totes”.

Ajuste de cuentas

La señora Mir se empeña en ser feliz. Una alocada aspiración que sostiene en la descarnada escena de la posguerra. Juan Marsé revive su adolescencia en la novela Caligrafía de los sueños.

ENTREVISTA A JUAN MARSÉ POR USE LAHOZ  - EL PAÍS - 05/02/2011

"La señora Mir busca la felicidad. Lo hace de forma algo alocada y ridícula, pero está en su derecho"

"Más que eso; yo opino que la búsqueda de la felicidad es una obligación del ser humano"

"Lo importante de una novela es que te transmita una experiencia relacionada con la vida"

El despacho de Juan Marsé está lleno de memoria. No podía ser de otra manera. El escritor, recreador en su obra de la memoria personal y colectiva de una ciudad y de una época, es dueño de un universo estético determinante en la literatura española del siglo XX. Entre libros, fotografías de estrellas del cine de los años cincuenta, de escritores como Camus y Stevenson, y de familiares, salta a la vista un retrato de Fred Aguilar. En él aparece sentado, con las piernas cruzadas y muy atractivo, el poeta Jaime Gil de Biedma. Juan Marsé, mientras dibuja una sonrisa contagiosa, explica: "Lo heredó Josep Madern y me lo regaló poco antes de morir. Cuando Jaime miraba este retrato solía decir, no me parezco, pero dentro de veinte años, me pareceré"

Seis años después de Canciones de amor en Lolita's Club, Marsé (Barcelona, 1933, premio Cervantes 2008) reaparece con una novela de reencuentros con su imaginario: Caligrafía de los sueños (Lumen). En ella se hallan la escenografía real mítica de su barrio, la novela de formación, las aventis, el inconfundible estilo de una prosa ásperamente perfecta, una historia de amor y un niño que se enfrenta a descubrimientos y a decisiones. Hay ciertas similitudes entre la biografía de Marsé y la adolescencia de Ringo, por eso es inevitable la primera pregunta.

PREGUNTA. ¿Estamos ante la novela de su vida?

RESPUESTA. Pues no. No conseguiría distinguir eso que se llama novela de una vida porque puede que más adelante escriba otra que merezca esa distinción. Se me escapa el concepto. No obstante, sí tiene algo de recapitulación de unos temas habituales en mi narrativa. Temas y subtemas que remiten a otras novelas, y aún más la escenografía. Quería hacer algo diferente, pero ha salido esto.

P. En Caligrafía de los sueños vuelve a ser determinante la adolescencia.

R. La infancia y la adolescencia son importantes para todo el mundo, no sólo para los escritores. En esta novela se cuenta el tránsito de la adolescencia al umbral de lo que será la madurez, pero no lo considero el tema central. Para mí, el tema central es la señora Mir.

P. En la página 20, Ringo intuye que "lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia más posibilidades de pervivencia frente al olvido".

R. Eso es un homenaje a la ficción. A veces hay más verdad en la ficción literaria que en la realidad cotidiana. Por ejemplo, a menudo leo cosas en la prensa que no me las acabo de creer. Lo diré de otro modo: para mí, Madame Bovary es más real que doña Esperanza Aguirre, pero insisto, no es más que un homenaje a la ficción narrativa.

P. Ringo trabaja en un taller de joyería, actividad que usted también desarrolló. Una vez más, su prosa parece limada, no sobra ni falta nada. ¿Le influyó ese trabajo a la hora de pulir la prosa?

R. En el taller aprendí a trabajar artesanalmente, con mucha paciencia, era un trabajo muy de manitas que aparentemente no tiene que ver con la escritura. Pero yo juraría que sí tiene que ver: el gusto por escribir a mano y la buena caligrafía... yo sé que esto hoy empieza a ser historia, pero no estoy seguro de que sea superfluo. Todo lo que tenga que ver con escribir a mano me gusta: plumas, bolígrafos, libretas... no sé, serán resabios de la época en que, en mi caso, no había ni máquina de escribir.

P. El padre de Ringo desinfecta cines. Está obsesionado con exterminar unas ratas curiosamente azules...

R. Lo único que puedo decir al respecto es que mi padre trabajó en los servicios municipales de higiene, desinfección y desratización de locales públicos. Me tuve que informar de los métodos de sesenta años atrás para acabar con las ratas azules que al parecer abundaban y eran muy vistosas.

P. Como contrapunto, en los carteles de esos cines aparece una gata como salida de El embrujo de Shanghai.

R. De alguna manera Shanghai era un nombre que en aquel entonces estimulaba la imaginación, la aventura y ese exotismo oriental de Las mil y una noches. En el cine Selecto (muy presente en la novela) pasaban dos películas y varietés. Salía un mago disfrazado de chino, luego un baturro, luego una cupletista... todo muy variado... y luego también una vedette disfrazada de gata con botas que, la verdad, ahora no la veo muy oriental, pero en fin...

P. Ringo y sus amigos viven con verdadero entusiasmo las aventis.

R. Hay un capítulo dedicado a la aventis. Jugábamos a contar aventis cuando no teníamos ni siquiera una pelota de trapo. Contábamos mentiras... es un juego, tenía que ser así. No veo necesidad de explicar en qué consistía exactamente porque está en casi todas mis novelas. Por supuesto, sólo se justifica si hace avanzar la acción o perfila mejor algunos rasgos de los personajes... En fin, si aporta algo al asunto del que trata la obra.

P. La señora Mir sufre un desengaño, pero insiste a Paquita, la dueña del Bar Rosales, que la felicidad hay que buscarla cueste lo que cueste.

R. La señora Mir, personaje central de esta historia, busca la felicidad. Lo hace de forma algo alocada y ridícula, pero está en su derecho. Más que eso; yo opino que la búsqueda de la felicidad es una obligación del ser humano. El padre de una amiga mía decía que quería escribir unas memorias y titularlas Hem vingut a aquest mon a passar l'estiu (Hemos venido a este mundo a pasar el verano) y siempre me ha gustado esa idea.

P. A Ringo le pasa lo mismo que a usted, que va al conservatorio de la calle Bruch y no le permiten estudiar solfeo...

R. A Ringo le fastidia que no le dejen estudiar en el Conservatorio Municipal de Música. Por su cuenta consigue aprender un poco de solfeo, es decir, a leer partituras..., pero en su casa no hay dinero. Un cura de mi parroquia, Mosén Amadeo Oller, me enseñó a leer música, luego tomé clases durante algún tiempo hasta que tuve que dejarlo, y lo dejé. En aquel entonces hubiese preferido ser músico y no escritor.

P. Pero alguna satisfacción encontrará en la literatura.

R. Mira, en todas las entrevistas que me hacen se plantea una contradicción flagrante por parte mía: el tema es mi propia persona y mi obra, pero resulta que hablar de mi persona y de mi obra es lo que más me aburre en el mundo, y además recuerdo aquel consejo de Hemingway que dice: "No hables de lo que escribes, porque si lo haces tocarás algo que no debes tocar, y eso se hará pedazos y no te quedará nada". Claro, parece incongruente que se entreviste a un escritor y diga esto, pero toma nota.

P. En Caligrafía de los sueños volvemos a encontrarnos con un personaje que viene de vuelta de muchas cosas, Abel Alonso, ex futbolista, que parece recién salido de una reunión en el Alsaka con los personajes de Si te dicen que caí, y que recuerda a Jan, el ex boxeador de Un día volveré.

R. Son observaciones de mi experiencia en las tabernas del barrio. Bebedores solitarios en actitud reflexiva o depredadora, era una imagen común de hombres derrotados en esa época. Yo trabajo con imágenes. No con ideas. Yo no digo voy a hacer una novela de derrotados de mi barrio. Yo tengo una imagen en la memoria, y esa imagen me sugiere una historia.

P. También se reencuentra con su escenografía tradicional, ese barrio de su infancia que ya es infinito.

R. Yo trabajo sobre un mapa urbano real. Trabajo sobre jardines de verdad con ranas de cartón. Todo tiene que ser real, los nombres de las calles, los cines..., pero lo que allí sucede y los personajes es inventado.

P. ¿Puede la literatura servir para ajustar cuentas?

R. Con la vida. La literatura es un ajuste de cuentas con la vida, porque la vida no suele ser como la esperábamos. Uno busca un sentido a todo esto y a la vez un vago placer estético. ¿Por qué tomarnos tanto trabajo si la literatura no puede cambiar el mundo, no influye en la mejora de nada, ni siquiera cuando denuncia los peores crímenes de la humanidad? No lo sé, pero su origen y su fin está en dar testimonio, tanto de las pesadillas como de los sueños felices de todos nosotros.

P. Ringo siente el impulso de escribir: "Cree que solamente en ese territorio ignoto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos...".

R. Ringo está en conflicto con la realidad: no la acepta, la repudia. Sin embargo, llegará un momento en que tendrá que pactar con ella y lo hará de una forma singular, mediante la impostura. Es la reflexión de un lector en la época peor de la represión franquista. En los cuarenta, un refugio eran los libros. Los territorios preferidos de Ringo son los de las novelas.

P. La posguerra significó un duro retroceso cultural y dejó a una generación sin oportunidades. ¿Por eso le atrae esa época?

R. No invento absolutamente nada si digo que el franquismo fue un atraso que nos remite al siglo XIX, pero si hablo de esa época no es por eso. Tiene que ver con mi infancia y mi adolescencia. Y una serie de hechos importantes de la vida de mi familia es consecuencia de los problemas de esa época. Claro que me hubiera gustado nacer en otro país y en otra época y hasta con otro sexo, por supuesto, pero justo me tocó esto, mira que es mala suerte...

P. ¿Qué lugar ocupa la memoria en su obra? ¿Qué opinión le merece la ley de memoria histórica?

R. ¿Qué otra cosa hace un escritor sino trabajar con la memoria? ¿Qué es un escritor si no es memoria? Estoy totalmente a favor de la ley.

P. ¿Qué considera de suma importancia en una novela?

R. Lo importante de una novela es que te transmita una experiencia relacionada con la vida. Debe ser por eso que he perdido el gusto por el género de la ciencia-ficción, aunque reconozco que hay grandes autores en ese género, pero especular con mundos que no existen no me convence. Me considero un escritor condenadamente realista. Y distingo muy bien entre imaginación y fantasía: lo primero me estimula, lo segundo sólo me entretiene. Tampoco me gusta la novela de ideas. Pero, por encima de todo, en una buena novela lo que brilla no es el intelecto, es otra cosa.

P. También nos reencontramos con bailes populares como el de la Cooperativa La Lealtad. ¿Le gustaba ir?

R. La Cooperativa La Lealtad estaba en lo que hoy es el Teatre Lliure, en Gràcia. Era uno de tantos bailes que tenían que ver con asociaciones culturales obreras, tenían lugar los domingos por la tarde. Necesitaba recuperar ese escenario y busqué información sobre él. Yo acudí un par de veces a los 16 años...

P. Entonces queda claro que el tal Marsé que en Últimas tardes con Teresa aprovecha el bullicio de un baile para pellizcar el culo de la joven burguesa era usted.

R. Sí, era yo. Me di ese gustazo.

«En España, tras lo visto y oído, doy más crédito a la ficción que a la realidad»

Retoma la Barcelona de posguerra en «Caligrafía de los sueños», la primera novela que publica el autor tras recibir el Cervantes

ENTREVISTA A JUAN MARSÉ de SERGI DORIA - ABC - 10/02/2011

Es la primera novela de Juan Marsé desde que recibió el premio Cervantes y un retorno a un paisaje con figuras familiares. «Caligrafía de los sueños» (Lumen) traza sobre las calles sin asfaltar de posguerra las facciones de todos los personajes que siguen transitando, entre la realidad y la ficción, las laderas del Carmelo, las empinadas calles del barrio de Gracia y el parque Güell. Un tiempo de un país aislado del mundo: una Barcelona «menos verosímil que ahora, pero más real» con cines de sesión continua que deparan exóticos embrujos de Shanghai. Episodios narrados por un autor que aspira, todavía, a contar sus historias como las podría soñar un niño. El protagonista «cultiva secretamente una nostalgia de futuro y una creciente hostilidad hacia el entorno, suma tiempo y libertad para vivir intensamente cada palabra de los libros…».

Ringo se llama ese adolescente quinceañero que, más que nunca, puede ser el propio Marsé. El escritor, como su personaje, también quiso aprender música y no lo consiguió por falta de medios. Una adopción que fue relatándose con el paso del tiempo. Una madre que perdió a su niño y un taxista que vio morir de parto a su mujer… Música del azar, partituras del origen.

—Esa evocación de sus padres adoptivos, del anticlericalismo paterno y la madre enfermera, el taller de joyería y el tostadero de café donde trabaja el joven Ringo… ¿Estamos ante su novela más autobiográfica?

—Me gustaría decir que todo es inventado. Me gustaría jurarlo. Porque tendría más mérito, y a menudo, más solvencia. Porque en este país, después de lo visto y oído —y lo que nos queda por ver y oír, me temo—, yo doy más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad. Pero sí, algo de eso que todos hemos convenido en llamar realidad testimonial está en algunos episodios de la novela. Algunas situaciones retocadas, reinventadas, otras tan verídicas y asombrosamente vividas que a mí mismo me cuesta creer que ocurrieran.

—El padre de Ringo es anticlerical y está obsesionado por combatir a las «ratas azules» que infestan la posguerra; pertenece al bando de los vencidos pero su hijo se niega a compartir esa conciencia de la derrota y busca su propio futuro… ¿Rompe esa actitud con anteriores novelas?

—No lo sé. Si mis anteriores novelas fueran claramente autobiografías enmascaradas —lo son sólo hasta cierto punto—, quizá podría distinguir esa diferencia. Pero creo que no es el caso. Mi padre constituye en varias de mis novelas un cierto subtema: el de una ausencia, una no presencia que de algún modo se nota. El padre ausente está siempre ahí, es una constante, pero nunca el tema central. En «Caligrafía de los sueños» está más presente y activo, pero sigue siendo un personaje del que no hay que fiarse mucho, aunque es un hombre de palabra. En realidad, sigue siendo un fantasma, pero se deja ver más, y sus actos son menos de fiar que sus palabras. Fue un «comecuras» inofensivo, y sobre todo un hombre que estimuló mi imaginación.

—Han pasado diez años desde «Rabos de lagartija», su última incursión en el territorio de la memoria. ¿“Caligrafía de los sueños” es una forma de recapitular su imaginario?

—No me planteé ninguna recapitulación. Volver, por el gusto de hacerlo, a escenarios transitados alguna vez y recrear atmósferas y personajes y algún que otro suceso que ya fueron visitados, no me apetecía en absoluto. La verdad es que yo quería hacer algo distinto, en cada novela me propongo algo distinto... aunque trabajando siempre con lo que alguien llamó «materiales de derribo», de modo que el resultado siempre se parece. Es como aquello de la cerveza de barril embotellada que contaba mi amigo Bryce Echenique: es la misma, pero distinta.

—Aquel país, según el padre, era «el culo del mundo» ¿Qué echa a faltar, o no le gusta, de la Barcelona actual y cómo ve la cultura catalana?

—Cuando hablo de cultura no me refiero sólo a libros y escritores. Me gusta hablar primero de Educación, así, en mayúscula. Me va usted a disculpar, pero la respuesta que tengo para esta pregunta está tan sobada que me resisto a exponerla. Todo lo que tenga que ver con la cultura y la educación de nuestro país, tanto aquí en Cataluña como en el resto de España, y en este momento sobre todo, en que la crisis ha aconsejado a nuestros preclaros y sesudos dirigentes recortar aún más el gasto en educación (y eso que ya estamos en la cola de Europa) merece, creo yo, un severo rapapolvo de nuestra parte. ¿Qué importancia tiene lo que yo piense de la Barcelona actual frente a los 1.800 millones de euros menos que el Gobierno va a destinar para la educación y para los funcionarios encargados de la misma?

—Ya se han cumplido cincuenta años de su primera novela, «Encerrados con un solo juguete». ¿Qué le queda o sobre qué le gustaría escribir a Juan Marsé?

—No sé lo que pondré en marcha. Siempre que termino una novela me pregunto si seré capaz de escribir otra. Mucho tiempo ya no queda, y no me gusta nada hablar de la faena. A ver si esta vez me sale algo diferente... aunque sea lo mismo.

El canon Marsé

—La escritura y las lecturas para huir de la mediocridad ambiental y «reinventarse» a sí mismo. Eso es lo que hace el protagonista. ¿A qué autores sigue siendo fiel Juan Marsé?

—La lista es larga. Baroja, Galdós, Stevenson, Dickens, Cervantes, Rodoreda, Stendhal, Tolstoi, Chejov, Hemingway, Cheever, Faulkner, Chesterton, Rulfo, Onetti, Margarit, Mendoza, Ferrater, Gil de Biedma, Simenon, Coetze... Y Proust, Flaubert, Kafka, Pla, Scott Fitzgerald, Nabokov, Carver, Vila-Matas, Lowry, Machado (Antonio), Capote, Cernuda, Pàmies, Melville, Borges y Flannery O'Connor. Soy fiel a todos ellos y a muchos más.

Marsé, calígrafo

Nada es lo que parece, o lo que la gente quisiera que fuera, en la Barcelona de 1948. El nuevo libro del escritor es una nueva destilación de la autobiografía en forma de novela, en la que ha reelaborado o inventado con ternura y sarcasmo las huellas de su propio pasado

Caligrafía de los sueños - Juan Marsé - Ed. Lumen, Barcelona, 2011- 496 páginas

CRÍTICA  DE JOSÉ-CARLOS MAINER Babelia - EL PAÍS  05/02/2011

Novela a novela, el escritor ha descubierto que la memoria es cada vez menos exacta. Pero también sabe que quien la cuenta es el que manda

Esta vez el relato tiene un tono más reposado y menos tenso, con algo de piedad bienhumorada y con un manifiesto deseo de final feliz

Se llama Mingo, que es un ridículo hipocorístico de Domingo, pero quiere que le llamen Ringo, como el personaje de John Wayne en La diligencia, de John Ford. Lo recordará algún lector de esta novela como uno de los adolescentes de Si te dicen que caí, el que tiene un padre más declaradamente "rojo". Aquí ha cumplido quince años, es hijo adoptado y acaba de perder un dedo en el taller de joyería donde trabaja. Y quiere ser pianista. Nada es lo que parece, o lo que la gente quisiera que fuera, en 1948... En la primera escena de Caligrafía de los sueños, una mujer desesperada se tiende sobre las vías del tranvía pero no son más que dos trozos de raíl que sobrevivieron a la retirada del servicio. Y la calle donde sucede todo tiene el nombre evocador de Torrente de las Flores aunque parece que recibió su designación por los dos apellidos de un antiguo propietario, el señor Torrente Flores. También Victoria Mir, la suicida, se hace llamar "quinesióloga y quiromasajista" pero ejerce de curandera en su propia casa y hace sus ungüentos con las hierbas que recoge en la Montaña Pelada. Fue la mujer del alcalde de barrio falangista, que se suicidó; su amante, Benito Alonso, fue futbolista y ahora y siempre será un don nadie fantasioso y con pocos escrúpulos, como lo son casi todos: como el capitán Blay y el señor Sucre a quienes ya conocimos en El embrujo de Shanghai.

Nada es lo que parece pero todavía es peor en "el culo del mundo" -se repite varias veces- que era la Barcelona de entonces (Ringo y sus amigos no olvidarán nunca que el "malo" de la película El signo del Zorro -era Basil Rathbone; el "bueno" era Tyrone Power y la chica, Linda Darnell; el director, Rouben Mamoulian- había sido profesor de esgrima en Barcelona: jamás pudieron imaginar que el nombre de su ciudad se oyera en un filme de Hollywood). Pero Ringo intuye pronto la inestabilidad fantasmal de lo que le rodea: "Como suele sucederle en los sueños, percibe en todo lo que está pasando aquí una mezcla de veracidad y absurdo", leemos al comienzo de la novela. Es su frase clave, si añadimos también a los ingredientes una tragedia impotente y un choteo resignado. Juan Marsé ha averiguado que la fidelidad a la memoria supone confiar en un material muy frágil que el tiempo y el egoísmo modifican inexorablemente. Novela a novela, el escritor ha descubierto que la memoria es cada vez menos exacta (al menos, desde la vuelta de tuerca que supuso Un día volveré). Pero también sabe que quien la cuenta es el que manda. Y los requisitos son dos, que conoce muy bien: hay que tener fuerza para evocar ("¿te sitúas?", repite aquí el contador de aventis, como si esto fuera una consigna literaria y quizá un recuerdo de aquella compositio loci que recomiendan los Ejercicios Espirituales ignacianos) y el recuerdo debe acompañarse de un cierto rencor justiciero (Ringo "contempla la ciudad que se extiende hasta el mar bajo una levísima neblina y rechina los dientes": en el rechinar de dientes está lo que señalo).

Posiblemente, en la mutilación del muchacho, el testigo principal, haya algo de simbólico en orden a lo que se viene diciendo; perder el dedo fue una renuncia a su sueño y quizá un autocastigo, pero sabemos que mediante ellos se ganó la toma de posesión de su verdadero destino: tener derecho a narrar. Para alcanzarlo, ha debido soportar la identidad borrosa de un niño adoptado e incluso ser el culpable de pequeñas crueldades imborrables -la muerte de un gorrioncillo, no haber llegado a entregar una carta que se tragó la cloaca, tratar mal a Violeta y aprovecharse sexualmente de su pasividad- que generaron la mala conciencia y el apartamiento un poco soberbio que siempre habrá de tener un narrador conspicuo. En el capítulo homónimo del libro, 'Caligrafía de los sueños', se escenifica la toma de posesión de esa dignidad de testigo: Ringo coge una hoja limpia de la libreta y un lápiz afilado, y sabe que ya no le interesará la sopa de músicas peliculeras en la que vive sino "la melodía de las palabras que ahora vuelven", aquel "mutilado conjunto de notas que la memoria auditiva había guardado y ahora convertía en palabras [...]. Y corrige y concluye el que será, aunque todavía no lo sepa, párrafo seminal". En toda novela de Marsé hay uno de esos párrafos: madeja que se devana, centro que irradia calor e incendia el resto de los párrafos.

La potestad de narrar hay que merecerla... Juan Marsé lleva más de medio siglo haciéndolo y, por supuesto, Ringo tiene mucho de él. No es una novela autobiográfica. Pero quien sea habitual de los relatos del escritor diría que se trata de nueva destilación de la autobiografía en forma de novela: en El amante bilingüe ya jugó con la doble identidad del personaje central -Faneca y Marés- con ánimo de crear un fantasma suyo en el relato y así burlarse de todos los participantes en la habitual rebatiña de las identidades lingüísticas excluyentes. Aquí, en torno al inicio de una vocación (y de un oficio y de un destino), ha reelaborado o inventado con ternura y sarcasmo las huellas de su propio pasado, lo que incluye el relato de su propio nacimiento y el recuerdo de unos padres adoptivos, que seguramente no tuvieron mucho que ver con los reales: la espléndida Berta de esta novela, siempre confiada en la suerte, y Pep, el Matarratas, anticlerical y republicano, a ratos contrabandista y otros secuaz de un grupo de ayuda a prófugos rojos, que además trabaja en un centro clandestino de torrefacción de café (cuyo olor también impregnaba el cuerpo de Juanita, en Si te dicen que caí, y el de Rosita, en Ronda del Guinardó).

Después de una novela como Canciones de amor en Lolita's Club, que tenía algo de violento reportaje, de respuesta visceral a lo que ahora mismo está pasando, Juan Marsé nos ha vuelto a contar muchas de las razones por las que persiste su fidelidad a un barrio, a unos tipos humanos y a una manera de narrar: en escenas demoradas cuando se siente a gusto en ellas, calibrando cada adjetivo, sumando bulímicamente cada detalle o cada imagen, hasta lograr la intensidad que se busca. Esta vez el relato tiene un tono más reposado y menos tenso, con algo de piedad bienhumorada y con un manifiesto deseo de final feliz. O casi, ya que, a la postre, lo que parecía una deriva de episodios a medias entre la fantasía y la verdad acaba por revelar su entraña de sordidez. Ringo-Marsé la ha descubierto y tiene de qué seguir escribiendo: por ejemplo, haciéndolo de "los buenos propósitos y su flagrante inanidad"... Lo cual quiere decir que escribirá de la vida misma-