lunes, 20 de diciembre de 2010

Adónde va Europa, necesita otras estrategias, hay suficiente democracia para afrontarlo todo…

Grans preguntes: On va Europa? Hi haurà sempre democràcia? Es necessiten altres estratègies? La resposta a la crisi (desregulació del mercat laboral, deflació salarial, desocupació estructural, retallades pressupostàries, privatitzacions) torna encara més voraç als mercats. La Unió Europea necessita una altra estratègia? Merkel ha de tenir el valor d'explicar-li-ho als alemanys? La crisi fa visibles les tendències del nostre sistema polític. Asfixiat per múltiples restriccions. Poders no triats democràticament manen molt més, que passa? Llegeix aquests interessants articles i sabràs una mica més.

¿Adónde va Europa?

SAMI NAÏR - EL PAÍS -16/12/2010

La respuesta a la crisis (desregulación del mercado laboral, deflación salarial, desempleo estructural, recortes presupuestarios, privatizaciones) vuelve aún más voraces a los mercados. La UE necesita otra estrategia

Hay cuatro tareas concretas que podrían adoptarse con un gran efecto sobre los mercados

Alemania, tutora del BCE, no quiere oír hablar de "gobierno económico". Y esa sería la salvación

Después de Grecia, Irlanda. Después, probablemente Portugal. A continuación, no lo sabemos. Lo que es seguro es que varios países están amenazados por los mercados. España ya está en el punto de mira. Pero con el debido respeto por los demás, España no es lo mismo. Es la cuarta economía de Europa (12% del PIB europeo), y es un peso pesado de la política europea. La deuda española es efectivamente tres veces superior a la griega, su déficit gira desde hace dos años en torno al 10% del PIB, y el desempleo, que afecta a todas las franjas de edad, se sitúa en realidad por encima del 20%. Si España recurriera al fondo de rescate europeo, eso abriría también y de manera inevitable el camino a acciones especulativas contra Italia y Francia, y significaría un giro decisivo para Europa.

La paradoja es que la estrategia europea de salida de la crisis mundial (desregulación de los mercados de trabajo, deflación salarial, desempleo estructural, restricciones presupuestarias, privatizaciones masivas), vuelve más voraces aún a los mercados que, de ahora en adelante, lo quieren todo y les parece que nunca se hace bastante. Esta estrategia, fundamentalmente recesiva, provoca un aumento legítimo de las reivindicaciones sociales y políticas, y da lugar a unas preguntas que las opiniones públicas ya comienzan a formularse espontáneamente. Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, expresa sin ambages este estado de ánimo: "Para Atenas, Madrid o Lisboa, se planteará seriamente la cuestión de saber si les interesa continuar el plan de austeridad impuesto por el FMI y por Bruselas, o, al contrario, volver a ser dueños de su política monetaria" (Le Monde, 23, 24 de mayo de 2010).

Aún no hemos llegado hasta aquí pero, si no cambiamos las reglas de juego, la división de la zona euro se volverá una hipótesis seria. Pues está claro que no podremos resolver esta crisis solamente con medidas restrictivas que apunten a las poblaciones más expuestas (clases medias y populares), y menos aún con unas medidas técnicas vinculantes como las apoyadas por Alemania y Francia para activar el fondo de rescate. El presidente del Bundesbank alemán, Axel Weber, ha dado a entender, durante una visita reciente a París, que los 750.000 millones de euros deberían ser de todos modos aumentados si España recurriera al fondo. Lo cual no debe de haber gustado al ministro alemán de finanzas, Wolfgang Schäuble, que, en una entrevista en Der Spiegel (8-11-2010), ha cortado a cuchillo en dos fases para quienes no las respetaran las líneas rojas de esta ayuda: durante la fase crítica, prolongación de vida de los créditos y, si eso no basta, los inversores privados deberán aceptar una depreciación de sus préstamos a cambio de garantías para el resto. Eso viene a ser lo mismo que agitar el capote delante de los inversores privados.

Estos han reaccionado inmediatamente poniendo de rodillas a Irlanda y cercando a Portugal, antes de señalar a Bélgica y a España. ¿Cuánto falta para que pasen al ataque? El margen de confianza que conceden a los diferentes países de la zona euro ya es insostenible: Alemania encuentra compradores de sus bonos de una media del 2,7%, mientras que España los negocia en el mejor de los casos en torno al 5% y Portugal al 6,7%. Los países endeudados prestan pues a unas tasas cada vez más prohibitivas y, si a veces logran ganar unos puntos, solo es porque el banco central compra unos bonos, cosa que no podrá durar mucho tiempo.

En realidad, asistimos a una verdadera guerra de los mercados contra los Estados. Cuando empezó la crisis, apunté (La victoria de los mercados financieros, EL PAÍS, 8-5-2010) que los mercados iban a someter a prueba la capacidad de resistencia de los Estados y de los movimientos sociales, y que, en caso de una debilidad probada de los europeos para definir una estrategia progresista común frente a la crisis, los inversores iban a incrementar su ventaja atacando frontalmente a los Estados más frágiles. Objetivos: desregularizar aún más los mercados internos y exigir más privatizaciones. Es exactamente lo que está ocurriendo hoy. Lo que vemos en lo sucesivo ante nuestros ojos es una nueva contrarrevolución social thatchero-reaganiana. La cuestión es saber si las sociedades europeas van a aceptarlo. Pero en este pulso, el estatus del euro es un test definitivo: ¿será por fin puesto al servicio de la promoción de un modelo social sostenible o se volverá el vector de la destrucción de los restos del Estado de bienestar europeo?

A partir de ahora, el problema para Europa ya no es económico, sino político. Si las medidas técnicas adoptadas no logran resolver las dificultades de los países europeos, ¿veremos la división de la zona euro anunciada por Stiglitz? ¿Y qué forma revestirá? ¿Una zona euro reducida a seis, sin España? ¿Una zona basada en el desacoplamiento entre una moneda única para la pareja franco-alemana y algunos más, y una moneda común para el resto? ¿Un retorno a las monedas nacionales? Y en este caso, ¿qué será del mercado único? Por supuesto, oímos cada día a responsables políticos afirmar que estas hipótesis son impensables: ¿pero estamos seguros de que controlan los flujos monetarios? ¿No están sometidos al unísono a los dictados de la Bolsa? Todo puede ocurrir.

En realidad, está en juego el porvenir del proyecto europeo. Las reglas de funcionamiento del euro previstas por el Tratado de Lisboa entran cada vez más en contradicción flagrante con las divergencias de desarrollo de los diversos países de la zona. Ningún Gobierno se atreve aparentemente a poner en duda los dogmas que sostienen el Pacto de Estabilidad, aunque en lo sucesivo nadie los respete. Pero si queremos salvar el euro, hay que flexibilizar estas reglas. E incluso, tal vez cambiarlas. Es vital establecer, de ahora en adelante, una coordinación fuerte de las políticas económicas europeas, aunque Alemania, tutora del Banco Central, no quiere oír hablar de un "gobierno económico". Aquí está el corazón de la batalla para la supervivencia de la zona euro, y no en las solas medidas coercitivas previstas por el acuerdo adoptado el 28 de octubre en Bruselas.

Para relanzar Europa, esta coordinación deberá afrontar al menos cuatro grandes tareas: 1) Una protección del espacio monetario europeo, regulando efectivamente, como por cierto se había previsto en la reunión de la UE el 18-5-10, los Fondos de inversión alternativos y sobre todo los instrumentos ultraespeculativos (hedge funds, private equity, CDS). Eso supone que se pueden pedir explicaciones a Reino Unido para que ponga fin a la política desestabilizadora de la City, principal plaza especulativa mundial. 2) Una mutualización de las deudas públicas europeas con la creación de unos "bonos europeos" para los países endeudados que habrían recurrido al fondo de rescate. Para evitar que aumente la desconfianza de los mercados, Alemania debe aceptar que la activación del mecanismo de rescate sea, bajo unas condiciones precisas, mecánico y no negociable cada vez, como es el caso ahora. 3) La realización de un préstamo para financiar una gran política pública europea de crecimiento, de creación de empleo y de investigación-innovación, lo que supone una reforma de los estatutos del Banco Central. 4) Una armonización fiscal común de la zona euro apoyada con un refuerzo de los fondos de cohesión para los países en dificultades.

Estas medidas tendrían un efecto de arrastre prodigioso. Harían reflexionar a los inversores y crearían un impacto psicológico salvador para movilizar a los pueblos europeos. En realidad, la elección es simple: o bien Europa saldrá de esta crisis reforzada y capaz de afrontar la nueva geopolítica de la economía mundial oponiendo a los mercados un interés general europeo, basado en unas estrategias cooperativas entre las naciones europeas, o bien, empantanada en sus egoísmos nacionales, acabará por estallar en cenizas moribundas.

'¡Avanti Dilettanti!'

Joschka Fischer fue ministro de Relaciones Exteriores de Alemania - EL PAÍS -17/12/2010

El euro no se salva con el statu quo. Merkel debe tener el valor de explicárselo a los alemanes

De regreso a Europa, recientemente, después de un viaje de seis días a Estados Unidos, me pregunté por primera vez, mientras leía lo que escribía la prensa sobre la reciente crisis irlandesa, si el euro -y por ende la Unión Europea- tenía posibilidades de sucumbir. Esto podría suceder porque, en el largo plazo, la UE no podrá sobrellevar sus conflictos de intereses y el proceso resultante de "renacionalización" en todos los Estados miembros sin sufrir un daño grave.

El fracaso del euro es inaceptable para Francia y Alemania. Deben actuar
En el ápice de la crisis irlandesa -principalmente una crisis de confianza en la estabilidad de los bancos y la fuerza y competencia del liderazgo político de Europa-, los líderes europeos discutían en público de manera bastante encarnizada. Si bien su objetivo manifiesto era salvar el euro, los líderes de gobierno involucrados hicieron exactamente lo contrario, lo que generó un mayor nerviosismo y volatilidad en los mercados financieros, que a su vez exacerbaron los problemas de Irlanda.

Alemania hizo su propio aporte para agravar la crisis al lanzar un debate público sobre la necesidad de que los bancos carguen con las pérdidas a partir de 2013. Por qué esta discusión tenía que tener lugar ahora, en el medio de la crisis irlandesa, sigue siendo el secreto de la canciller Angela Merkel. Lo más probable es que haya sido provocada únicamente por consideraciones políticas internas. De hecho, la exigencia de la participación de los bancos es popular en Alemania -y justificadamente-, a diferencia del paquete de rescate irlandés. Pero sería más productivo implementar una política de esas características que anunciarla con dos años de anticipación.

No importa hacia dónde uno mire, el precio que se le pone a Europa en estos días se calcula en euros y centavos y ya no en moneda política e histórica. Alemania en particular -el país más grande de Europa y el más fuerte en términos económicos- parece haber resultado víctima de una amnesia histórica. La idea de que el propio interés nacional de Alemania dicta evitar todo aquello que aísle al país dentro de Europa, y que esa tarea, por ende, consiste en crear una "Alemania europea" y no una "Europa alemana", parece haberse abandonado.

Con certeza, los líderes de Alemania todavía se consideran proeuropeos y rechazan esas críticas con indignación. Pero el cambio fundamental de estrategia dentro de la política europea de Alemania ya no se puede pasar por alto. Objetivamente, la tendencia es hacia una "Europa alemana", algo que nunca funcionará.

El fracaso del euro -y, por lo tanto, de la UE y su Mercado Común- sería el mayor desastre pan-europeo desde 1945.Que este resultado sea posible -a pesar de las protestas en contra por parte de todos los involucrados- refleja la ignorancia deliberada y la falta de imaginación de los jefes de Estado y de Gobierno de Europa. De otra manera, admitirían que la crisis financiera ya se ha convertido hace mucho tiempo en una crisis política que amenaza la propia existencia de la UE y reconocerían, por ende, que un mecanismo de resolución de crisis permanente para los miembros agobiados por la deuda, si bien es claramente necesario, exige un mecanismo político de resolución de crisis permanente para que resulte exitoso.

Con el statu quo será difícil que el euro sobreviva. Sin embargo, este mecanismo político de resolución de crisis permanente es nada menos que una unión económica que funcione bien. Las alternativas, por lo tanto, son o bien seguir adelante con una verdadera unión económica y una mayor integración de la UE, o bien regresar a una simple área de libre comercio y la renacionalización de Europa.

La noción de que la estabilidad se puede lograr exclusivamente con reglas tecnocráticas, regulaciones y mecanismos de sanción, en una eurozona donde las economías están divergiendo, resultará equivocada. La estabilidad genuina de la eurozona presupone una alineación macroeconómica, que a su vez requiere la integración política de una unión económica que funcione bien.

Una alineación escalonada de las políticas económicas y sociales (como la edad de retiro legal), nuevos esquemas para cuadrar las cuentas (eurobonos como un instrumento de transferencia) y un mecanismo de estabilidad efectivo son necesarios para preservar la moneda común.

¿Cómo se pueden lograr estos objetivos de largo alcance dentro de la eurozona (junto con los miembros de la UE no pertenecientes a la eurozona que quieran sumarse)? Probablemente deberíamos olvidarnos de cambios en el tratado por el momento.

Sin embargo, el acuerdo de Schengen ofrece una alternativa, concretamente acuerdos entre Estados individuales. La abolición de los controles fronterizos no fue un detalle para nada menor, y sin embargo se logró sobre la base de acuerdos intergubernamentales. ¿Por qué no también la unión económica?

Lo que la eurozona necesita ahora no es una repetición de Maastricht, sino una suerte de Schmidt/Giscard 2.0. Este tipo de iniciativa requiere el apoyo de Alemania y Francia, porque la crisis no se puede resolver sin ellos. Dada su influencia económica y política, Alemania y Francia son los líderes respectivos de las partes norte y sur de la eurozona. Por lo tanto, ambos pueden patrocinar el acuerdo indispensable entre los países más fuertes y más débiles de la eurozona.

El papel de Francia consistiría en asegurar que los países más débiles no sean víctimas de una deflación duradera. Y Alemania tendría que ser el garante de la estabilidad. Ambos países juntos, sin embargo, deben dar los primeros pasos hacia la unión económica, lo que requiere que ambos gobiernos realmente quieran eso.

Merkel tendrá que explicar la verdad incómoda a los alemanes de que el precio de tener el euro inevitablemente es una transferencia y una unión económica, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, tendrá que dejar en claro a los franceses el precio de una verdadera unión económica y de estabilidad. El riesgo político para ambos no será menor, pero la alternativa -el fracaso del euro- es inaceptable para ambos países.

Cualquier líder político de la eurozona cuya consideración principal hoy sea la reelección puede enfrentarse a un fracaso si encara este desafío histórico. Pero las prioridades europeas tienen que ser la principal preocupación en esta crisis -incluso si el precio es perder el cargo-. Por otra parte, tomar esta iniciativa histórica, en comparación con una maniobra táctica pusilánime, aumentaría sustancialmente las posibilidades de los políticos de ser reelegidos más adelante.

Pero Europa no tiene escasez de políticos. Lo que se necesita urgentemente hoy son genuinos estadistas, hombres y mujeres.

Avanti Dilettanti significa en castellano: Adelante aficionados

¿Habrá siempre democracia?

IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA - EL PAÍS -17/12/2010

La crisis hace visibles las tendencias de nuestro sistema político. Asfixiado por múltiples restricciones, el poder representativo es crecientemente impotente. Poderes no elegidos democráticamente mandan mucho más

Mercados, agencias de calificación, tribunales constitucionales y bancos centrales llevan las riendas

A los gobernantes se les felicita cuando traicionan a sus electores y obedecen a los poderes económicos

Resulta quimérico pensar en un régimen político perenne, que sobreviva indefinidamente, al margen de cambios sociales y económicos. La democracia, como todas las demás formas políticas que le han precedido, en algún momento dejará de existir y será sustituida por un sistema distinto. ¿Qué puede venir a continuación? ¿Cómo se tomarán las decisiones colectivas? ¿Quién decidirá?

La pregunta puede parecer de imposible respuesta. ¿Acaso alguien puede osar saber lo que sucederá en el largo plazo? Probablemente no. Sin embargo, la mera especulación sobre ese futuro incierto nos obliga a plantearnos cuestiones difíciles sobre el presente democrático. La crisis económica en la que nos encontramos nos da algunas pistas de por dónde puede evolucionar la democracia en el futuro. La crisis, en cierto sentido, ha hecho visibles algunas tendencias subterráneas que determinarán el sino de nuestro sistema político.

Creo que las democracias desarrolladas que conocemos, las llamadas democracias liberales, se construyen sobre dos principios complementarios. Por un lado, el principio de igualdad política, en virtud del cual todos los ciudadanos, con independencia de su género, edad, etnia, riqueza, educación, etcétera, tienen el mismo derecho a participar en la vida política. Nadie puede ser discriminado por alguno de los motivos mencionados. La libertad de expresión, la libertad de reunión y el derecho de voto son manifestaciones claras del principio de igualdad.

Por otro lado, el principio de autogobierno, que establece que las decisiones colectivas han de tomarse en función de las preferencias de los ciudadanos y no en función del criterio de los sabios, los aristócratas, la divinidad o los poderosos. Teniendo en cuenta que los ciudadanos, casi siempre, se encuentran divididos y tienen ideas distintas sobre lo que debe hacerse, se recurre a la regla de mayoría, que es la regla que minimiza el número de gente que está en desacuerdo con la decisión adoptada. La cuestión es que, haya mayor o menor división en el seno de la sociedad, la decisión colectiva final se tome de acuerdo con lo que la gente piensa.

Ninguno de estos dos principios por separado, ya sea el de igualdad o el de autogobierno, es suficiente para justificar la democracia. El principio de igualdad, por ejemplo, es compatible con un sistema político en el que los cargos públicos se repartan por lotería o en el que se llegue a gobernante mediante oposición. Por su parte, el principio de autogobierno no requiere elecciones, siempre y cuando el gobernante actúe de acuerdo con los deseos de sus ciudadanos. La democracia es fruto del hermanamiento entre ambos principios: si todos los ciudadanos son iguales políticamente y las decisiones colectivas se toman en función de las preferencias individuales, lo que resulta son las democracias liberales de nuestro tiempo.

Pues bien, creo que la tendencia de nuestra época, agravada durante la crisis económica, consiste en ir abandonando paulatinamente el principio del autogobierno. Mientras que los derechos que garantizan la igualdad política se mantienen estables y tienen una solidez envidiable, las decisiones de los representantes políticos cada vez guardan una conexión más lejana con las preferencias individuales de los ciudadanos.

Esto no se debe necesariamente a que los políticos traicionen a sus electores. Más bien es consecuencia de la cantidad asfixiante de restricciones a las que está sujeto el poder representativo. Son tantas las limitaciones legales y materiales de los Gobiernos, que estos cada vez tienen menor capacidad para gobernar y llevar a cabo las promesas electorales por las que fueron elegidos.

Así, los Gobiernos han de actuar dentro de los estrechos márgenes que les dejan los tribunales constitucionales, los bancos centrales independientes, las agencias reguladoras y las instituciones supranacionales a las que deben obediencia. Y han de responder además a las presiones materiales de los mercados y los poderes económicos. En estos momentos de crisis, por ejemplo, los gobernantes de los países democráticos parecen contentarse con no ahogarse en la tormenta financiera, sacando la cabeza por encima del agua, pero sin conciencia de la dirección en la que les empuja la tempestad.

Es muy preocupante que en la esfera pública vaya cundiendo la impresión de que el buen gobernante, el hombre de Estado, es aquel que abandona los compromisos adquiridos con la ciudadanía y adopta, por "responsabilidad", medidas impopulares. Parece como si el certificado de buena conducta del gobernante se expidiera en función del grado de impopularidad de la política llevada a cabo.

La crisis nos señala, de forma muy cruda, cuál es la tendencia dominante: una desconfianza creciente hacia el poder representativo en beneficio de instituciones y centros de poder sin legitimación democrática. El principio de que las decisiones colectivas sean fruto de las preferencias ciudadanas está en franca retirada. El peso de los expertos y de instancias de poder no representativo, el prestigio de las decisiones impopulares y la desconfianza hacia los políticos ponen en serios aprietos el ideal del autogobierno.

Como en esas novelas de ciencia ficción que, pese a situarse en mundos remotos y lejanos en el tiempo, terminan aludiendo a nuestra condición presente, cabe imaginar un futuro en el que la democracia haya evolucionado hacia un sistema caracterizado por el respeto a los derechos fundamentales de las personas y por el mantenimiento de ámbitos de libertad importantes. Una vez que se disfruta de la libertad, es poco probable que se renuncie a un bien tan preciado. La libertad es una conquista irrenunciable e irreversible. Pero en este mundo por venir, la libertad de cada uno no podrá apenas utilizarse para definir proyectos colectivos que se lleven a la práctica. Seguirá habiendo libertad de opinión, más incluso que antes si cabe, pero sin la posibilidad de que las opiniones de la gente sean el criterio a seguir en la toma de decisiones políticas.

No cabe descartar entonces que los Gobiernos dejen de ser representativos en algún momento. Eso no quiere decir que vayan a actuar siempre al margen del sentir mayoritario de la sociedad, pero si atienden a las demandas ciudadanas será en todo caso por cálculo o conveniencia, no porque el sistema político se construya en torno al principio de que las decisiones colectivas estén determinadas por las preferencias individuales. Con seguridad seguirán existiendo medios de comunicación libres, grupos de presión y toda clase de asociaciones, pero quizá no partidos políticos. En la hipótesis más favorable, se mantendrían las elecciones, pero los candidatos y sus plataformas de apoyo tratarían de destacar sobre sus rivales únicamente por su capacidad de gestión y no por sus diferencias ideológicas. Y si la integración supranacional continúa, la relación entre la ciudadanía y los decisores será cada vez más débil, como ya se aprecia en el funcionamiento de la Unión Europea.

El principio liberal seguirá ganando peso frente al principio democrático. Habrá, por tanto, algo parecido a un Estado de derecho, a escala supranacional probablemente, que garantice tanto los derechos individuales como el entramado institucional que requiere una economía capitalista global. En ese marco, la gente tendrá capacidad de influencia sobre todo en el ámbito local, donde podrían desarrollarse prácticas democráticas más puras que las que conocemos actualmente, pero sin que los cambios locales puedan en todo caso extenderse más allá, derivando en cambios sociales de mayor alcance.

El futuro que nos aguarda no creo que pase por Gobiernos despóticos o autoritarios. Sí, en cambio, por formas de dominación difusas y tecnocráticas, compatibles con el ejercicio de la libertad individual. Sería el triunfo del liberalismo, que siempre ha mantenido una relación incómoda y tensa con el principio democrático.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).