Quatre més que interessants opinions, d’articulistes habituals de la premsa, sobre política catalana que diuen la seva, sense masses complexos:
Cataluña, inmigrantes y populismo
SAMI NAÏR - EL PAÍS - 04/12/2010 demasiados
Está más que claro el resultado de las elecciones catalanas. Ganaron los que hicieron de las políticas de identidades una receta electoralista, perdieron los que no supieron hacer de lo social un proyecto. En este sentido, Cataluña es un campo de experimentación ejemplar. Probablemente, es en Europa, junto con Holanda, uno de los territorios más avanzados en los procesos históricos de mezcla identitaria, pluralismo y tolerancia. También es el espacio político en el que las cuestiones sociales, económicas o políticas revisten un tinte identitario. La razón es obvia: la identidad ha sido la senda de construcción del modelo democrático de la comunidad.
Pero es difícil negar que el auge del nacionalismo, sea el de las fuerzas conservadoras, socialistas o extremistas, ha sido generado por este identitarismo. No se cuestiona aquí la identidad nacional catalana: pero si la nación tiene su legitimidad, el nacionalismo como ideología es ni más ni menos que su perversión. Porque la nación puede existir sin nacionalismo, cuando es una verdadera nación, o sea cuando es integradora de lo diferente. En este sentido, el auténtico sentimiento nacional siempre es un universalismo, una apertura al otro. Y Cataluña lo es fundamentalmente. Ahora bien, con las trabas encontradas en este proceso de construcción de la nación, sobre todo a partir del desentendimiento con el poder central, la cuestión identitaria se ha vuelto casi incontrolable, y los partidos políticos, sobre todo los extremistas, la utilizaron con fines de conseguir recursos de poder. De ahí el nacionalismo populista que se está desarrollando, incluso bajo una forma perversa, la del supernacionalismo centralizador y autoritario, en contra de los extranjeros, y en particular los inmigrantes musulmanes.
La obsesión compulsiva del origen del otro se ha vuelto un reflejo instintivo porque se ha "esencializado" la propia identidad de los naturales de la comunidad de acogida. La versión caricaturesca de esta perversión se vio con el debate en Francia en torno a la identidad nacional. Este debate fracasó, demostrando que la mayoría del pueblo no estaba lista para seguir a los hechiceros politiqueros que pretendían conseguir una fórmula química de la esencia de la identidad francesa.
Además, sabemos que los nacionalismos populistas de los años treinta tuvieron éxito precisamente porque en un contexto de crisis pudieron transformar la cuestión social en identitaria.
Aunque la reflexión teórica sobre esta transmutación está desarrollada, es siempre un interrogante abismal saber por qué las masas se vuelven casi locas cuando entran en la problemática identitaria. Locas de odio al no idéntico, de amor a sí mismas. Probablemente porque la identidad es una pasión, no una mera razón.
Felizmente no estamos en esa situación en Cataluña, pero la amenaza existe, y se va a incrementar con la crisis económica. Es que tenemos la siniestra impresión de que ya hemos visto la película sobre los años treinta que se está estrenando ahora en Europa.
Se conocen las razones racionales del auge nacionalista en las elecciones catalanas: el rechazo del Tribunal Constitucional al Estatuto, la incapacidad de los socialistas catalanes de ofrecer un nuevo proyecto creíble, la demagogia experimentada en Cataluña para fomentar un supernacionalismo español echando el muerto a los inmigrantes, los problemas socioeconómicos planteados por la crisis, la dificultad de relacionar, en el mundo vivido, los rasgos culturales identitarios de los inmigrantes con el tejido humano catalán, y seguramente otras mil razones.
No será fácil reorientar este giro. Las grandes fuerzas políticas intentaron contener la radicalización de las pasiones identitarias, pero el hecho es que, en adelante, se ha legitimado plantear la cuestión de la inmigración desde la perspectiva estrictamente identitaria. En otros países europeos hemos visto adonde lleva el plantear la inmigración desde esta perspectiva. En Italia, Francia, Bélgica, Holanda y Grecia se están levantando movimientos racistas de exclusión a los extranjeros. Los ingredientes son los mismos: una concepción esencialista de la nación y unos enemigos designados a partir de sus rasgos identitarios: color de piel, culturas, religiones.
Ante esto no hay otro remedio que desacralizar, no relativizar, la identidad particular en la formación de la identidad común, y hacer de la política de ciudadanía el complemento imprescindible del respeto a la legítima identidad de cada uno. Cataluña no debe perder su alma pactando con el diablo del identitarismo populista.
Demasiadas almas
Juan-José López Burniol - LA VANGUARDIA - 04/12/2010
La derrota del PSC es, en buena medida, fruto de su deriva, primando un alma en perjuicio de la otra
Enviar a un amigo Imprimir Reducir cuerpo de letra Ampliar cuerpo de letra Discrepo de la opinión según la cual el segundo tripartito fue un inmenso error y –con mayor motivo aún– de que lo fuese también el primero. He sostenido siempre y mantengo ahora, cuando todo ha terminado, que los gobiernos tripartitos fueron –utilizando palabras del canon de la misa– justos, equitativos y saludables por una poderosa razón: hicieron posible la alternancia política en Catalunya, tras más de veinte años de gobierno de CiU. Afirmo que la esencia de la democracia no radica ni en el diálogo ni en la posibilidad de elegir a quienes gobiernan, sino en la oportunidad de echar a los que mandan. Y esto por una razón.
El poder tiende siempre a concentrarse en su ejercicio, a prolongarse en el tiempo, a ampliarse en el espacio y a endurecerse en las formas, lo que provoca que no haya mejor profilaxis social que evitar la perpetuación en el poder de un mismo partido. Lo que tiene una especial relevancia cuando de partidos nacionalistas se trata, pues estos tienden por naturaleza a preservar el poder sobre un determinado ámbito territorial en manos de un grupo definido identitariamente. Lo que es cierto con independencia de qué nacionalismo se trate: español, vasco, catalán, valón, flamenco o malgache, si este existe.
La derrota apabullante del tripartito no se debe, por tanto, a que estuviese viciado por un pecado original nefando, sino a lo que ha hecho mal y a la forma caótica como ha gobernado desde el principio. Vayamos por partes. La decisión de acometer una reforma estatutaria puso en marcha un proceso, culminado con la sentencia del Tribunal Constitucional, que ha supuesto para los dos gobiernos tripartitos un desgaste irreparable, al suscitar unas esperanzas luego defraudadas por el resultado obtenido, que no compensa los costes ocasionados.
Porque es cierto que tras un cuarto de siglo de vigencia de la Constitución era precisa una reforma constitucional que culminase la construcción de un Estado federal sobre la base del Estado autonómico, de forma que Catalunya viese satisfechas sus aspiraciones: el reconocimiento formal de su realidad nacional, un sistema de financiación justo y una distribución de competencias a cubierto de su constante erosión por la vía de las leyes de bases y de la jurisprudencia constitucional. Pero, cuando se vio que esta empresa no era posible por la cerrazón del Partido Popular, nunca se debió confiar en que una reforma estatutaria sería el atajo adecuado para llegar al mismo lugar, máxime cuando este atajo se emprendió prescindiendo de la media España a la que representa el Partido Popular. Así lo dije en su día y siempre he reiterado que la sentencia del Constitucional no resolvería nada. Es más, tras este desventurado proceso, el resultado es la erosión irreparable del consenso constitucional y la consolidación del divorcio entre Catalunya y España. El tripartito erró, pues, en lo esencial: pretendió un imposible.
Únase a ello una sensación de desgobierno y arbitrismo, fruto de la falta de autoridad mostrada desde el primer momento a la hora de asegurar la unidad de acción de un gabinete cuya vertebración resultaba difícil por la errática deriva de uno de los partidos que la apoyaban –ERC–, presa siempre del síndrome asambleario y de un radicalismo infantil; por el enfático dogmatismo de otro partido –ICV–, iluminado por una irrefrenable vocación de constructivismo social, y por la deliberada indefinición del tercer y principal partido –PSC–, por la coexistencia en él de dos almas que, lejos de potenciarse, han provocado su neutralización recíproca, de forma que este partido no es hoy ni carn ni peix, sino un híbrido estéril.
Total, que pasó lo que tenía que pasar: victoria contundente de CiU, macerada por una travesía del desierto de siete años, y derrota sin paliativos del tripartito, pese a sus realizaciones y a la dignidad extrema con que José Montilla ha ejercido la presidencia. Y, ahora, ¿qué? CiU a gobernar cómodamente con la amplia mayoría que ha ganado y –es de esperar– con la prudencia precisa para establecer el orden de prioridades que la difícil situación actual demanda. Y el PSC a redefinir su mensaje, tras una introspección tan exigente como sincera. Un tercio de siglo después de su fundación, el PSC tiene ante sí dos opciones: seguir siendo un partido “tibio”, que no define con precisión su ideario en algunos temas, para contentar así mejor a sus dos almas, o concretar con precisión su programa, integrando para ello sus dos almas en una sola. Si opta por la primera –el pasteleo–, languidecerá. Y, si elige la segunda –una sola alma, simbiosis de las dos existentes–, pasará sin duda una primera etapa difícil, pero pronto adquirirá la fuerza que siempre otorga ser uno mismo y no la réplica vergonzosa de otro. Todos somos hijos de nuestros propios actos: las personas, las instituciones y los pueblos. La derrota del PSC es, por tanto, en buena medida, fruto de su deriva, primando un alma en perjuicio de la otra. Dos almas son muchas almas para un solo cuerpo.
La derrotada izquierda catalana
FRANCESC VALLS - EL PAÍS - 05/12/2010
El PSC debe decidir de una vez si quiere ser un partido de segunda fila, como el PP, o una fuerza central de gobierno
Las urnas han dado un soberano varapalo a la izquierda catalana. El batacazo del Partit dels Socialistes no tiene parangón en su historia. Esquerra Republicana ha vuelto a subirse a la montaña rusa que solía utilizar en los años posteriores a la transición. Iniciativa per Catalunya-Esquerra Unida ha sido la formación que menos ha sufrido el impacto de la catástrofe, pero también ha bajado. La izquierda que ha gobernado durante siete años suma ahora 58 diputados, cuatro menos de los conseguidos por la triunfadora CiU. O sea que la mies es mucha, los obreros pocos y van a tardar en reordenarse. Se avecinan tiempos de catarsis y de abstinencia de poder.
En las filas socialistas, apenas 24 horas después del desastre electoral, han vuelto a aflorar los debates históricamente relegados por el manto protector de la dirección. Antoni Castells, Ernest Maragall, Marina Geli y Montserrat Tura han mostrado sus visiones sobre cómo afrontar el futuro. Hablar de corriente organizada sería exagerado, pero algo se mueve y es bueno que así sea, aunque sea para definir posiciones. La gran virtud del socialismo catalán -como antaño lo fue el comunista PSUC- ha sido aunar tanto a nuevos como a viejos catalanes y tener vocación de partido hegemónico en la sociedad. Ahora el PSC debe decidir de una vez si quiere convertirse en un partido de segunda fila, al estilo del PP en Cataluña, o en una fuerza central capaz de gobernar. No puede limitarse a sacar buenos resultados en las generales y a sobrevivir en las elecciones autonómicas. Y debe pensar en la refundación. Se ha cubierto una etapa, que arrancó en el congreso de Sitges (1994), en la que el socialismo catalán lo ha gobernado todo. Es hora de pensar en el futuro, no sustraer debates y buscar un liderazgo como el que en su día encarnó Pasqual Maragall, quien demostró que en Cataluña el PSC era capaz de obtener en unas elecciones autonómicas más votos que CiU. Y en este sentido hay que recordar que la federación nacionalista ha arrasado el 28-N con prácticamente los mismos votos con que Maragall perdió en 1999.
Esquerra, por su parte, ha de afrontar cómo recuperar los cadáveres que las guerras cainitas del congreso de 2008 han dejado en las cunetas. El patrimonio de los republicanos es su funcionamiento asambleario, pero cada congreso no puede convertirse en una Noche de San Bartolomé. Un partido que aspira a crecer no puede prescindir de quienes lo han aupado. El activo que supone Josep Lluís Carod Rovira no puede dilapidarse de la forma en que se ha hecho. Joan Puigcercós debe sujetar con fuerza las riendas legítimamente logradas, pero con madurez y sin reventar a los caballos.
Tampoco Iniciativa debe conformarse con ser la muleta del hermano mayor, el PSC. Es un proceder conservador no tener la tentación de lanzar un bocado al electorado socialista con el argumento de consuelo de que son quienes menos han perdido. Si la izquierda catalana quiere disputar el poder el partido-nación (CiU) no debe limitarse a vigilar su pequeña parcela. Y la aritmética enseña que debe ir unida.
Ahora más que nunca la izquierda se siente interpelada a dar respuestas ante la voracidad de una crisis que exige cada día nuevos e improvisados sacrificios al Dios del mercado. ¿Puede un gobierno de izquierdas ir con la frente alta por la calle de la política cuando recorta los 426 euros de subsidio para los parados de larga duración? ¿O dando luz verde a una reforma laboral que, por ejemplo en Cataluña, no consigue crear más que empleo temporal? Estamos ante una espiral especialmente destructiva para la izquierda. En términos de mercado: muchos de los potenciales compradores del producto izquierda -la catalana también- no encuentran alicientes que les inciten al voto. La izquierda espera mucho de la política; por eso la potencial decepción es superior a la de la derecha. Cuando la política se revela impotente para capear el temporal, poco puede esperarse de la reacción de las urnas. Y Cataluña no es una excepción.
Los próximos cuatro años
Ferran Mascarell - LA VANGUARDIA - 08/12/2010
Si todo va normal, la legislatura que ahora empieza durará hasta finales del 2014. Suena lejano, pero pasará deprisa. El 2014 será un año de previsible subidón simbólico. Se cumplirán 300 años de los hechos del 11 de septiembre que sustenta la vindicación nacional de los catalanes. Es de suponer que en cuatro años va a coincidir la reflexión sobre el pasado lejano y unas nuevas elecciones autonómicas. No sé si para entonces habremos comprendido -y hecho comprender- que los aspectos más singulares del malestar social y el estrés político que se vive en Catalunya tienen que ver con el sobreesfuerzo que supone el inacabable pleito político entre Catalunya y el Estado. En realidad todo acaba en lo mismo. Las herramientas políticas que posee la autonomía catalana y su capacidad de intervención en las políticas del Estado son cuando menos insuficientes.
El problema de fondo que se viene arrastrando desde tiempo inmemorial es que el Estado actúa con criterios demasiado alejados de los intereses de los ciudadanos de Catalunya. Sin herramientas de Estado adecuadas, es difícil afrontar la crisis y el paro. Sin herramientas y poder, difícilmente se articula un nuevo industrialismo, una decidida economía del conocimiento, una mejor educación o se modifican los principios culturales de fondo. Sin un Estado predispuesto no se consigue una financiación más adecuada, infraestructuras avanzadas y políticas económicas a la altura de las circunstancias. Ese es el punto en el que muchos se confunden. El problema actual de los catalanes -como lo ha sido durante casi 300 años- es la incomodidad con la acción del Estado.
No lo es una supuesta obsesión enfermiza con la identidad. Incomodidad e identidad se vienen dando la mano desde hace siglos. El catalanismo que hemos conocido no hubiese existido con un Estado más proclive a defender los intereses políticos, económicos y culturales de los catalanes.
Todo apunta a que la nueva legislatura será necesariamente pragmática -la crisis obliga-. Pero se equivocan quienes piensan que menguarán las cuestiones de la identidad. Se hablará más que nunca de catalanismo, de soberanismo, de federalismo y de independencia, y en realidad sólo se estará hablando de la crónica incomodad de los catalanes con el Estado español actual. Tal vez se entienda que la sentencia contra el Estatut ha sacado del armario un proverbial pudor histórico de la sociedad catalana a enfrentarse con el Estado, a hablar de él, a imaginarlo, a hacerlo propio. Los resultados electorales indican que ha ganado quien mejor ha sintetizado la idea de que Catalunya es una nación, una nación que no quiere aventuras independentistas, pero que ha perdido el miedo a pensar en ello; una nación que desea más Estado, compartido o exclusivo, pero en cualquier caso mucho más eficiente.
Mi apuesta es que perderán protagonismo la independencia o el federalismo de manual y tomarán consistencia formulaciones mucho más precisas sobre el modelo y la forma de Estado que Catalunya necesita para salir adelante. Se hablará más del Estado como sinónimo de la herramienta eficiente capaz de defender los intereses de ciudadanos que viven en Catalunya y menos del Estado como abstracción. Se hablará del Estado en términos reales, como una geometría variable de soberanías repartidas entre las competencias autonómicas, las que posee Europa y las que administra el Estado central. Tal vez la sociedad catalana se atreva a dibujar con precisión qué Estado quiere y a establecer las alianzas para lograrlo. Veremos. Los acontecimientos de 1714 confirmaron que la construcción del Estado español se haría desde una matriz castellana, con una capital -Madrid- que se quería como París, con la lengua de Castilla como argamasa cultural, con la política y los instrumentos del Estado absolutamente centralizados. Desde entonces todas las políticas se destinaron a esos fines. Los burgueses catalanes se acostumbraron a mirar el Estado de lejos. Pedían aranceles proteccionistas y el préstamo de las fuerzas de orden cuando los obreros se revolvían. La pequeña burguesía se acostumbró a mirar el Estado como algo impropio que imponía impuestos y daba pocos servicios. Los trabajadores catalanes se acostumbraron a ver el Estado como represor y absolutamente contrario a sus intereses; por eso arraigó el anarquismo. Con pocas excepciones, el Estado ha sido visto como algo lejano, inoperante, propiedad de otros y escasamente útil en la defensa de sus intereses culturales, económicos y políticos. Pocas generaciones se han sentido cómodas con él. La fuerza y las leyes impuestas adjudicaron a Catalunya un papel secundario en la construcción del Estado moderno. Ese es el problema de fondo que nunca se ha conseguido resolver. La incomodidad de los catalanes y sus anhelos de identidad se fundamentan en ello y no en una manía de la identidad por la identidad. Tal vez la proximidad del 2014 servirá para recordar que cuando el Estado es eficiente y propio gran parte del anhelo de identidad se absorbe en la práctica política democrática.